III
No sé en qué
idioma me hablan.
Qué significa:
si te parece paso.
Qué quiere
decir: hay un café muy cerca.
En casos
así,
tengo la pereza
de un hipopótamo,
no me interesa
averiguar y
entro en el
silencio
como en un
vestido.
Mi obsesión son
las cosas por su nombre.
IV
Mi vecina toma
sol desnuda
como si
estuviese en Saint Tropez.
A las dos de la
tarde,
pone la toalla
sobre el césped,
se lleva un
Martini con hielo,
se quita la
bombacha,
el
corpiño,
y se unta en
aceite para bebés.
Mientras se
broncea,
controla que
los dos albañiles
que trabajan en
su casa
dejen lisa la
medianera.
V
Igual que la
semilla
llevada por el
viento
siento que me
tiraron
en la ciudad en
que vivo.
Tengo la
completa sensación
de estar en el
lugar errado.
Soy el
desvío.
VII
Los padres de
Elise Cowen
quemaron sus
poemas. Sólo se salvaron
83
que guardó un
amigo.
Yo no soy beat,
mi amor,
pero quién está
a salvo.
Hay que guardar
un poema
empapado de
lluvia,
por si la
locura,
por si los
padres,
por si el
mundo,
nos queman, mi
amor
XXVIII
En el galpón
que está enfrente de su casa
hay un depósito
de papas.
Los hombres
cargan sobre sus espaldas
bolsas de
arpillera de cuarenta kilos.
En las siestas
de calor,
salen a la
vereda, se quitan las remeras,
y se tiran agua
fresca con una manguera azul.
De noviembre a
marzo,
a esa
hora,
Paula levanta
la persiana.
XXXIII
La niña triste
revuelve
los vestidos
que tiene en el placard.
Aunque
espere,
siempre
encontrará lo mismo.
De mujer, tanta
ropa no será
más que un
pretexto,
una prueba de
lo que le falta.
XXXV
Las mujeres de
mi familia son macizas.
Ellas
lograron
refinanciar las hipotecas,
pelearon contra
el cáncer,
se pusieron a
sus hijos en los hombros
y salieron sin
agua
a sembrar el
desierto
de las
separaciones y viudeces.
Yo tiemblo.
Todo el tiempo.
XXXVIII
En la esquina
de Conesa y las vías
vivía un
loco,
a mí se me
había puesto que era Fijman,
entonces,
una mañana le
dije: Maestro,
soy Valeria, me
gusta la poesía,
y él
sonrió
cerrando los
labios
como una sábana
que se retira para lavar.
Nos hicimos
amigos, lo visitaba los jueves,
nos quedábamos
sentados debajo de unos eucaliptus
tomando fresco,
a veces le leía a Bretón,
a veces
mirábamos cómo las moscas afilaban sus alas,
a veces me
mostraba dibujos que hacía en una libreta,
decía: tengo
pilchas que pinchan,
mi dedo es un
cornalito, y se reía,
repetía siempre
eso y tenía
tres perros que
le lamían los pies.
Después, los
vecinos le hicieron una denuncia,
dijeron que era
peligroso, que le tenían miedo,
vino una
ambulancia, un patrullero y se lo llevaron
delante de todo
el barrio que se juntó para ver
qué hace el
Estado en casos como éste.
Se llamaba
Juan.
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